El bastón cobarde
Cuando el bastón salía de las manos temblorosas del abuelo
era para quedarse firme en un rincón, siempre lejos del ruido y de las gentes.
En la calle se animaba un poco más, pero nunca azotaba a un perro ni hacía
rodar por el suelo una hoja de árbol.
Era un bastón sin mucha gracia, con el puño encorvado y lo
demás rígido y recto. Siempre que lo buscaban para amenazar a alguien, andaba
perdido, como si tuviera miedo.
El componedor de cuentos
Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno
malo lo enviaban a un componedor de cuentos. Este era un viejecito calvo, de
ojos muy vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la
punta de la nariz, y estaba tras de un mostrador bajito, lleno de polvosos
libros de cuentos de todas las edades y de todos los países.
Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él estaba
siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente palabras
bellas y aun frases enteras, o bien cabos de aventuras o hechos prodigiosos que
anotaba en un papel blanco y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando
esos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el
cuento tan bien que parecía otro.
De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer,
a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.
Mariano Silva y Aceves (1887-1936)
(Tomado de Campanitas de plata, 1925)
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